Desde el inicio de mi carrera como investigador y como escritor científico estuve fascinado por la estadística. Recuerdo incluso que cuando era estudiante de medicina, me pasaba horas calculando a mano el desenlace de pruebas estadísticas, solo por diversión.
El que, mediante ecuaciones matemáticas, pudiésemos determinar el grado de veracidad de una afirmación me parecía algo simplemente fabuloso. Las estadísticas se erigían como faros en la oscuridad para guiarnos a través de las tinieblas de la incertidumbre.
Hoy en día, elegir las pruebas estadísticas apropiadas para los análisis que hago es como una segunda naturaleza para mí. Pero no siempre fue así. Al principio fue dificultoso.